lunes, 15 de junio de 2009

TESTIMONIOS DE MARCO CHIRIBOGA VILLAQUIRÁN


Marco Chiriboga Villaquirán nació en Quito en el año de 1948. Está realizando un nuevo libro sobre sus memorias acerca de la vida en el Quito de hace unos años y, aunque aún no lo termina de escribir, ya tiene el nombre de su obra, “Historias Quitenses”.

Trabajó como director de la sección literaria del Diario la Prensa en Nueva York.
- Representante de la revista Bussines Week
- Dirige la sección Latinoamericana de la editorial italiana Rizolli, y Adlre´s Foreing Books de Alemania
- Ha publicado más de 20 libros como: “Breve historia del dolor”, y su última publicación: “vida, Pasión y Muerte De Eugenio Espejo
- Propietario de la empresa editorial Panorama

Imaginó estar una vez más en su vieja casa del barrio, construida de adobe y techo de teja, los corredores eternos y sus barandas para meter la cabeza y extasiarse contemplando la pila del patio. Aquella vieja casona con cuartos enormes y aleros llenos de pájaros. El antiguo refugio donde transcurrieron los días de su infancia, provocando nostalgia al recordar los detalles que llenaron las horas de la maravillosa edad de los sueños y las esperanzas.

De pronto resonó en su mente el ruido del chis-chas, que marcaban las escobas de coco al frotar los adoquines cuando pasaban afanosos por la calle los “capariches; el grito del panadero que ofrecía sus panes recién salidos del horno que llevaba en una gran canasta colocada sobre su cabeza de malabarista; la oferta de la leche recién ordeñada que vendía por pilches el hombre que bajaba del Itchimbía mientras su vaca mugía atada a un poste de la esquina. Y cómo olvidar el batir rítmico del huevo con azúcar del que salía una deliciosa espumilla preparada por su madre.

Le pareció escuchar a la distancia el lejano pito con notas de rondín que hacían sonar los conductores para dar aviso a los pasajeros que el bus iba a ponerse en marcha, y volvió a oír las voces de los canillitas que ofrecían el periódico con las noticias, sean ciertas o falsas.

Le da tristeza pensar en los niños de hoy, ya que desde el instante en que las personas nacen se hallan bajo un constante e inmisericorde bombardeo de ruidos hostiles. Como el del reloj que ya no hace tictac, sino que emite un zumbido interminable que lastima los oídos. Dice que los gallos se han mudado a otro lugar, y que ya no son aquellos despertadores de la mañana con su kikirikí; en lugar de la escoba se escucha el estrepitoso quejido de la aspiradora, y lo que más ha cambiado es la conversación reposada de los mayores en una mecedora, eso se ha convertido en este tiempo en el fragor de las palabras convertidas en armas, en granadas de mano para lanzarse unos a otros.
Y qué decir de las casas, pues ya no suenan tan bonito como las de antes. El crujir que producían las duelas de los pisos ha sido reemplazado con baldosas y los adoquines con el absurdo pavimento. Las calles de Quito ya no son cómplices del paso reposado de los transeúntes; todo el mundo corre, nadie platica, todos gritan al unísono. Los vendedores ambulantes ya no venden su mercancía con el argumento de su ingenio, ahora ellos imponen. Se pregunta sobre el señor con la carreta del ponche y sus vasos llenos de golosina, también acerca del vendedor de helados de mora y leche con los barquillos de vainilla. Y termina contando sobre los gritos de la carbonera de la media cuadra, llamando a su hijo Olguer para que le ayude a meter los sacos de carbón de leña, traída del Pichincha que se amontonaban en la acera, provocando la risa en todo el vecindario.